Gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, la humanidad ha sido testigo del surgimiento de un nuevo tipo de sociedad: la del conocimiento. Y este tipo de sociedad, que en realidad se configura como un poder, tal como lo fueron en su época la tierra y después las máquinas, ha permitido que los resultados del intelecto trasciendan las fronteras en pos de una comunicabilidad que abandona definitivamente la élite o la cofradía intelectuales.
Y en esta comunicabilidad, es la red de redes –la Internet– la que ha diluido las fronteras entre autores-creadores y lectores-consumidores, permitiendo así que tanto aquellos como estos puedan producir obras y comunicarlas a través de los nuevo medios digitales, más allá de lo que pudieran lograr en el mundo de Guten-berg. Sin embargo, la facilidad que permite la red para la transmisión del conocimiento trae aparejada un evidente problema para el autor-creador, toda vez que este se somete a que su trabajo sea copiado, modificado y, en el peor de los casos, vendido sin su consentimiento, lo que representaría una violación a los derechos de autor.
Y esta situación en particular ha movilizado a los países, a través de leyes, y a la comunidad internacional, con los respectivos tratados, a buscar una efectiva pro-tección de estos derechos en los ambientes digitales, pero cuidando de que no se limite el acceso al conocimiento como patrimonio de la humanidad. Por eso, hoy los hipertextos, las imágenes, las fotografías, los videos, las bases de datos, los pro-gramas de computador y las obras multimedia gozan de una legislación especial conocida con el Tratado WCT o Tratado de Internet.